Por Eva Diz
Primero, mis disculpas porque mi reflexión sobre la vida, el trabajo y la felicidad llega un día tarde. Al de ayer le faltaron horas (y fuerza de voluntad, lo reconozco…), y como sé que esperáis mis letras como el café de las mañanas, entono el mea culpa y retomo el post donde lo dejé: sinceramente, ¿lo que hago me llena? ¿Es lo que siempre he querido hacer?
La respuesta, en mi opinión, cambia en función del estadio en el que se esté (no es lo mismo un veinteañero loco por hacerse un hueco que un treintañero con diez años de trabajos en la mochila) y de la trayectoria e intensidad con la que se viva la vida (laboral, en este caso), así como de otros muchos factores. Lo que nos deja en que hay tantas respuestas posibles como personas. Esta es la mía:
Cuando me dijeron que la plaza la había pedido otra persona y que eso me dejaba fuera de juego, yo llegaba a esa conversación con casi diez años de trabajo a la espalda, los tres últimos durísimos (y bastante ingratos) , varias mudanzas, un traslado de Galicia-Palma y un cambio de vida radical.
La primera reacción fue considerar que todo ese proceso y esfuerzo era un argumento más de peso que me hacía merecer la plaza y convertir en injustas las normas de selección de la agencia. Quería ese trabajo a toda costa porque de él dependían todos esos planes a corto plazo que, aún sin quererlo, uno se hace para poder seguir tirando con el día a día: viajes, cambio de casa, un e-book, más viajes…
Esa noche no dormí, ni un segundo. Y pensé, mucho. Desprendida ya de la posibilidad que me ataba a ese puesto de trabajo, a su salario y a su estabilidad, me pregunté ¿Pero…esto es lo que yo quería hacer toda mi vida? Entonces, la respuesta salió sola y del alma: no. No lo era y lo sabía, pero no quería indagar en ello porque la comodidad laboral es demasiado gustosa a veces…
A diario -al menos eso me pasaba a mí- uno mira el despertador y mal que bien, se levanta, saca una sonrisa y tira pa’lante. Un día, tras otro, llenando una larga lista de rutinas, por suerte tiznadas de pequeños cambios que a uno le despabilan de cuando en cuando y le dan nuevas razones para seguir perseverando. Y el tiempo pasa, sin que uno casi se de cuenta, cada vez más rápido.
Quizás si todo esto no hubiera pasado, en unos años me habría convertido en de esas personas que se quedan ahí, esperando a prejubilarse y vivir. O, con un poco de valor, hubiera podido buscar mis prioridades fuera del trabajo y aceptarlo como es: una vía de pagarse la vida real, la que hay después del horario marcado.
Esta hubiera sido mi opción si hubiera seguido en la empresa. Pero, ahora que la veo desde fuera, a punto de cumplir 31 años, creo que me habría equivocado.
Por eso no sé qué haré a partir de ahora, pero tengo claro que hoy por hoy mi prioridad no es tener la comodidad laboral como compañía, tratando de trampear los días para trabajar lo que toca sin quemarse uno demasiado y dejando los sueños para compartirlos con la almohada.
Esta es una profesión muy dura. Me da la sensación que cada día lo es más: demasiada exigencia (en gran parte de uno mismo), demasiada presión y demasiada ingratitud. Y la crisis no ayuda, ahoga: tres que trabajan como cinco, productividad por encima de calidad, beneficios por encima de orgullo profesional.
Conclusión: yo me quedo en esta parada proque me he dado cuenta de que el final de ese trayecto no es el mío. La felicidad está en alguna otra parte. Habrá que aprender a buscar…