Hoy hace un año. Pero hay adioses eternos. Palabras, gestos, pensamientos y sobre todo sonrisas que superan el espacio tiempo. Que duran infinito. Que durarán lo que dure yo. O incluso más. Lecciones de vida que solo se aprenden porque no queda más remedio y que acabas agradeciendo cada día, a pesar de todo lo que ello implica. Y por todo lo que ello implica.
Parece que fue ayer, pero hace ya un año. Apenas tuve 6 meses para despedirme. Suficientes para sufrir, demasiado efímeros para todos los te quiero que se quedaron entre los dientes. Hoy vuelvo a escribirte para dedicarte esta nueva etapa, esta nueva yo a ese tú que tanto admiro aunque ya solo existas en mi recuerdo.
No es un día triste porque tú no querrías que lo fuera y porque, además, he comprendido que no tengo razones. Muy al contrario. Este año sin ti, como te prometí, han sido 12 meses de pura vida. Toda esa que no pudiste quedarte y que me regalaste aquel día, cuando me miraste al marcharme. Me marché yo, pero te fuiste tú. Volví y solo pude abrazarte. No sé si me oíste. Pero sé que me sentiste. Que me esperaste para demostrarme qué es, de verdad, lo que importa. Quién importa.
Han pasado muchas cosas. Tantas otras han cambiado que me parece imposible que solo haya pasado un año. He aprendido tanto que la vida ya no me cabe en los bolsillos. Por eso he tenido que venir aquí, para soltarla a borbotones y decirles a todos los que se lo merecen, que los quiero. Mucho. Todo.
A mi familia, en especial a mis padres y abuelos, por valientes. Por imprescindibles. Por todas esas sonrisas que nos hemos ido regalando aún en este año tan complicado.
A mis amigos, porque sois mi familia. Sin vosotros no hay nada.
Mis amigos, los de siempre. Los que ya formáis parte de mi ADN, los que seguís ahí, desde lejos y desde cerca, dedicándome cada día una palabra, cada mañana un me gusta de vuestro tiempo, un abrazo virtual que me reconforta y recompone los días de invierno y me anima a bailar sobre las teclas cada jornada (sí, incluso los lunes).
Mis amigos, los recién llegados. Los que me habéis dado ese abrazo en persona justo cuando lo necesitaba, los que me habéis hecho ser mejor persona, mejor amiga. Más feliz.
A todos los que os habéis ido en busca de la felicidad. Por todos los buenos recuerdos (y por los malos, que de esos también se aprende, ¡y mucho!). Espero que la encontréis y compartáis, siempre.
A los que os fuisteis para volver con más fuerza. Porque, contra todo tópico, soy de las que creo que hay segundas partes maravillosas (mirad, si no, El Padrino).
Vengo aquí también hoy porque a muchos que no conozco quiero decirles que vuelvo, que ahora sí, de verdad. Que no he olvidado mi promesa de andar comentando todo esto de lo virtual y lo mundano que nos regala Internet a diario, que no escribo porque el tiempo me pisa los talones peligrosamente y come las uñas, porque ha habido mil cosas que me han mantenido lejos de este espacio, muy a mi pesar. Lo siento.
He de reconocer, además, que cada semana lo he echado de menos. Porque con vosotros y con cada uno de estos pequeños párrafos también he aprendido y aprendo. Porque escribir es una de las mejores terapias que se me ocurren y vuestros comentarios la compañía más interesante que podría elegir para charlar un rato en esta pequeña ciudad de bits y megabites.
Así que sí, esto va de un regreso. Vuelvo. Hoy y para quedarme. El próximo episodio será más profesional aunque no menos sentido. Porque en eso consiste lo bueno de la vida, en sentir, en agarrar el momento, en exprimirlo, masticarlo, morderlo y apreciarlo. Incluso cuando su sabor es un tanto amargo.
Moraleja absurda para quitarle hierro al asunto:
Si la vida te da limones, hazte un buen gintonic.
Sin adornos ni aderezos. De los de toda la vida, los de verdad, los auténticos.
Os quiero.