Por Eva Diz
Yo caí en la casilla del paro por pura suerte, que hasta ella en estos tiempos parece haberse vuelto contra todo aquel que la tiente. Llegué por casualidad, en el último momento y, en buena parte, por decisión propia: mi alternativa de salario fijo, contable y estable iba acompañado de un traslado de urgencia de Palma a León, del calor al frío, de mi gente a otra gente. Una vez más.
Ante tal opción, ni la ilusión personal ni la chispa profesional se me encendieron, para qué os voy a mentir, aunque León sea una ciudad preciosa y su gente todo un mundo por descubrir. Pero no es mi mundo o, al menos, eso siento. Así que, no puedo más que mirar a otro lado y abrazar el paro y la esperanza de encontrar, algún día, algo mejor. Haberlos hailos si bien no lo parece…
Fui, soy y seré siempre periodista, aunque acabe dando clases de punto de cruz: la profesión va por dentro.
Esperaba una plaza en la que llevo trabajando más de tres años. Todas las condiciones para que fuera mía se habían dado. Todas, excepto una, la última: conseguir que ninguna persona fija de plantilla pidiera Palma como destino. Eso no estaba en mi mano, solo entraba el azar, pero tenía todas conmigo (de verdad, lo creí). Una no puede tener tan mala suerte, me dije. Además, me lo he currado, me he dejado la espalda, el alma. Es justo… pero no lo es.
Lo supe a las 19.30 horas de una tarde de sol increíble, el pasado viernes, a dos días de la primavera. La noticia me pilló como mejor me podía haber pillado. Las cosas como son. Habíamos alquilado un apartamento-balcón sobre el mar para pasar unos días tranquilos mientras el casero hacía obras en nuestro piso y esa misma mañana supe que había aprobado el examen para el certificado oficial de catalán. Good news…pa’ compensar.
La voz de mi director de nacional al otro lado del teléfono no dejaba lugar a dudas. Era un NO. Fue un mazazo. Me quedé sin habla, absolutamente muda, escuchando y pensando no, no puede ser, ahora es cuando me dice vengaaaaa, que era broma, que sí, que estás dentro. Pero no. La conversación siguió con el mismo tono triste y los mismos derroteros: aquello era el fin de mi castillo de arena.
Una persona fija había pedido la plaza y no dársela sería ilegal. Bien, pues las leyes son una mierda. A partir de ahí, acato y me resigno. Ole por ella, aunque me joda. Pero tendrá que sudar la camiseta y mucho. Nodigomás.
Después de llorar lo que toca y ya desde el otro lado -aunque seguiré yendo a trabajar abnegadamente hasta el 20 de abril, un día después de mi cumpleaños…- lo que verdaderamente me duele es dejar al equipo, a esos compañeros de jornadas maratonianas que eran lo mejor de ir a trabajar cada mañana (ahora espero veros en los bares). A ellos y a los compañeros del oficio, a todos los que no estáis en mi redacción sino en otras, que son la misma: la nuestra, la de los periodistas que nos dejamos el alma, las horas y los dientes para arrancar explicaciones a quien no quiere darlas y servir información a quien solo a veces la agradece. Vosotros me entendéis. Gracias por todo.
A mis jefes, a todos, gracias por lo que he aprendido estos años, por el apoyo y por la oportunidad. Y en especial, gracias a mi director de nacional por ser un valiente y llamarme para darme la noticia, por soportar mis titubeos, mis lamentaciones, mi rabia, mi impotencia y mis lloros durante una hora larga de teléfono. Gracias también por las alternativas de escape que me ofreció. Me llevo el orgullo de tener su confianza (los que lo conocen saben que no es cualquier cosa).
Un placer hasta aquí. Ahora empiezo otra parte de mi vida: una nueva Eva. Cuento con vosotros.